La tentación no es pecado... todavía

La tentación no es pecado... todavía

Renee EllisonMay 2, '21

La tentación no es pecado. Es una tempestad privada que azota el alma de un santo. Se presenta como una insistencia insidiosa que nos insta a manipular nuestra brújula moral.

Al elegir un tema, se pone a trabajar. El momento es su maremoto. Una sugerencia silenciosa y bien dirigida se estrella contra el alma una y otra vez, inesperadamente, en cualquier momento y en cualquier lugar. Por eso el Señor sufrió el ataque de la tentación en su máxima potencia durante 40 días, no solo 40 minutos. La duración de la batalla fue el campo de pruebas de nuestro Precursor.

Luchar contra la tentación produce sudor moral. No se trata de un juego. Resistirse a la maldad bien vestida y rebuscada es una tarea ardua. El sudor de nuestro Señor fue tan profundo que hizo brotar gotas de sangre. Aún no hemos llegado a ese punto en cuanto al grado de aborrecimiento que sentimos por sus orígenes.

La tentación a menudo proporciona razones racionales, apelando al intelecto, para hacer lo que el espíritu sabe que no debe hacer. El tiempo, la longevidad y la racionalización son sus tácticas milenarias y bien perfeccionadas contra el alma humana. Debemos decidir mantener nuestro barco firme en la tempestad, recordando que el nuestro no es un viaje en solitario. Un capitán curtido navega con nosotros. La santidad se acumula a través de cientos de estas victorias no reconocidas, libradas y ganadas en los rincones secretos del corazón ante una audiencia de UNA SOLA. Codiciar un timón inquebrantable produce en el santo una madurez espiritual que se vuelve más segura a medida que pasan los años. Aprendemos quién es el enemigo. Pero lo que es más importante, aprendemos dónde nuestra propia alma obtiene socorro contra toda injusticia, con éxito.

El joven y maravilloso teólogo escocés McCheyne aconsejaba: no hay que tentar a nadie. “No hay que llegar hasta el final de la cuerda, es decir, no hay que dejarse tentar tanto como se pueda sin llegar a cometer un pecado manifiesto. Hay que recordar que nuestra propia felicidad consiste en estar deseosos de vivir en obediencia, pues todo pecado acabará siendo amargo y nos quitará algo de nuestra porción eterna de gloria”.

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